foto de la entrada de Lecterland
– Alguien acaba de pasar por ahí.
La expresión de Sebastián había cambiado dramáticamente después de su enunciado pero seguía hablando como si no le diera tanta importancia. Traté de descifrar hacia dónde había estado mirando.
– ¿Cómo que acabas de ver a alguien? – pregunté a punto de levantarme a verificar que no hubiese un intruso.
– Nada, vi un reflejo en el espejo del pasillo.
Miré hacia el espejo. Luego estudié el rostro de Sebastián, sus pequeños ojos ya se estaban poniendo rojizos.
–Estás borracho – exclamé segura de que no era otra cosa que delirium tremens.
– No. – respondió a la defensiva. –Bueno, no tanto.
– Ah, claro, entonces de seguro no estás imaginándote cosas. – dijo Clara burlándose de él.
–No, de veras. Era una mujer. Era mayor, tenía el pelo canoso. Caminó hacia el pasillo.
Las dos nos miramos y nos reímos un poco.
– No me importa lo que ustedes piensen. Desde la primera vez que entré aquí sentí que había alguien más. Siempre me mareo cuando vengo a visitarlas.
Tomé un sorbo más de la cerveza y me resigné a cambiar el tema.
Clara y yo nunca tomamos en serio lo que nuestro amigo dijo esa noche, pero la verdad es que desde que vivíamos en ese apartamento nos pasaban cosas raras. Me di cuenta el primer fin de semana que pasé allí. Antonio regresaba todos los viernes a su casa a visitar a los padres, así que Clara y yo nos quedábamos solas. Siempre se escuchaban ruidos en la habitación de Antonio, a veces eran unos pasos, otras como si un cuerpo se sentara sobre la cama ruidosa de ese cuarto.
Otro día Clara y yo estábamos hablando cuando sentimos un escándalo ensordecedor en la cocina. Parecía como si todos los platos de la cocina se hubiesen caído. Fuimos rápidamente a ver qué había pasado, esperando encontrar mil pedazos de cristales rotos. Al llegar allí todo estaba intacto. Traté de brindarle una explicación. Me dije que fue en la cocina de algún vecino pero por dentro sabía muy bien que el ruido había venido de nuestro apartamento.
Habían algunas ventanas en la vivienda que nadie podía abrir de lo viejas y oxidadas que estaban. Una tarde, al regresar al apartamento, Clara las descubrió abiertas. No había nadie en la casa y nosotros nunca aprendimos el truco para manejar las ventanas.
Luego nos dimos cuenta que la mesa de la sala se movía sola. Yo había asumido que Antonio la deslizaba para ver mejor el televisor. Una noche mientras cenábamos él me perguntó por qué yo movía la mesa. Le dije que no había sido yo. Le preguntamos a Clara. Tampoco. Antonio nos dijo que él todas las mañanas movía la mesa a su posición regular y al otro día se corría hacia la pared.
A veces Clara sentía alguien moviendo sus bolígrafos sobre el escritorio. Yo llegué a sentir a alguien acariciar mi edredón y sentarse encima de mi cama.
Todas estas cosas habían estado pasando. Nosotros optábamos por no hablar sobre estos sucesos extraños.
Yo pensabe en todas estas cosas un día que Lecter se apareció para cobrarnos la renta. Se tardó una eternidad en contar el último centavo.
– Correcto – pronunció finalmente como siempre hacía al terminar sus cálculos caóticos.
Ya pronto se iría y podríamos estar en paz. Lecter guardó el dinero mientras repasaba experiencias con pasados inquilinos. Habló sobre unos jóvenes estudiantes que habían vivido allí y cómo se organizaban para pagarle.
– Pero antes aquí vivía una señora con su hijo. Él la cuidaba, ella estaba muy vieja y enferma. Eran muy buenos. Cuando ella falleció él se mudó a otro lugar...
Lecter siguió hablando. Clara y yo nos miramos en silencio pensando en lo que había dicho Sebastián unos días atrás. Miré al pasillo y me imaginé a esa mujer recorriendo el apartamento, reclamando el espacio como suyo.
Volví a mirar el rostro de Lecter. Su boca se retorcía un poco mientras hablaba.
Mejor que nunca se entere que ella todavía vive aquí. Es capaz de cobrarle. – pensé en silencio.
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