Tan pronto vi la cucaracha caminando por el borde de la bañera supe que había tocado fondo. A veces sucede así, uno cruza el límite de la cordura sólo para darse cuenta demasiado tarde. Fue culpa de la soledad o del frío, que en aquella ciudad de inviernos infinitos eran la misma cosa. No lograba entenderlo pero ahí estaba yo, con los pantalones sobre las rodillas, frente un insecto vouyerista que parecía reírse de mí mientras intentaba recordar cómo había llegado a ese momento.
El culpable se llamaba Julio. Estaba de visita ese fin de semana en casa de unos amigos. Era guapo, fue lo primero que noté cuando me lo presentaron, quizás demasiado guapo. Se sentó a mi lado y se sirvió del ginebra y tónica que estábamos tomando. Comenzamos a hablar y se emocionó al descubrir que yo estudiaba historia del arte. Me interesé en conocerlo aunque de vez en cuando mis ojos se perdían por sus biceps.
Todo iba bien hasta que sucedió lo inevitable.
–Me gusta mucho el arte – me dijo por segunda vez. –El año pasado estuve en París y fuimos a ese museo...¿cómo se llama?..
La pausa se hizo demasiado larga. Traté de justificar, hay muchos museos en esa ciudad no tenía por qué imaginar que se refería a uno conocido, además, quizás el alcohol ya estaba tomando efecto sobre la memoria.
–¿Cómo se llama el sitio ese?
Me tragué el “sitio” y le respondí:
–¿El Louvre?
– Sí...creo que sí. – De nuevo otra pausa, – Allí es donde está la pintura esa bien famosa, ¿no?
– Imagino que te refieres a la Mona Lisa.
Asintió con una sonrisa. Luego se quedó con una expresión rara, casi confundido.
– ¿Sabes? A mí me decepcionó mucho cuando la vi.
Si hubiese terminado allí quizás hubiera podido seguir calculando las posibilidades que sugerían los músculos de sus brazos. Comencé a darle la razón, muchos imaginan que es un lienzo enorme y se sienten defraudados al descubrir sus pequeñas dimensiones...
– Sí, pero no fue eso. Es que los colores me parecieron oscuros.
La bellaquera innata en todo ser humano a veces nos vuelve sumamente tolerantes, es algo que debería de investigarse más a fondo.
– Bueno, supongo que con el tiempo los colores se vuelven opacos. –le dije. Por razones que todavía no entiendo bien sentí la necesidad de explicar lo difícil que es restaurar las pinturas de Leonardo Da Vinci por la técnica que usó, que si el sfumato, que si las mezclas de pigmentos que hacía el artista, estuve rato dando informaciones que de mirar a Julio entendí que se estaban diluyendo en la ginebra.
–Ajá– soltó Julio, claramente desconectado de lo que había dicho. –Pero había una estatua que me gustó mucho. Tú debes conocerla. Es una de un tipo ahí, está en esta posición
Julio tuvo la cortesía de mostrarme la postura de la estatua. Se colocó en la esquina del sofá girando su torso y extendiendo sus brazos.
– ¿El Discóbolo de Mirón?
– Sí, esa misma. Sabía que la reconocerías.
– Pero yo no recuerdo una copia en el Louvre, ¿no fue en el Vaticano?
– No, no, fue en París, estoy seguro.
Me quedé callada. A este punto podría estar confundiendo ciudades, países, museos o quizás le soñó brazos y otro género a la Venus de Milo.
– Ésa me encantó. Me tomé una foto con el tipo ese – dijo cual niño tratando de inspirar celos en sus amiguitos. Volvió a colocarse en posición. Aquel cuerpo que me había provocado lujuria dejó de existir para mí, en ese momento sólo podía ver los espacios negativos.
Me levanté del sofá sin decir nada.
– ¿Qué te parece si vamos a alguna barra? – preguntó Julio en pleno proceso de descontorsionar su cuerpo.
– Tengo que ir al baño. – le dije
Y así terminé encerrada en esas cuatro paredes con una cucaracha que parecía burlarse de mí.
Me tomé una foto con el tipo ese. El
tipo ese. Las palabras retumbaban en mi mente, la cucaracha hacía piruetas en la bañera, el peso del gin comenzaba a agrietar mi estómago. No pude más. Terminé vomitando cada onza de decepción consumida durante esa noche y tantas otras noches de frío y soledad.
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